jueves, 1 de agosto de 2013

La mirada de la Jerba


Con Alberto discutía constantemente, a todas horas… siempre por gilipolleces, discusiones de andar por casa, de bolsas de basura perfumadas, de bombilla de bajo consumo. Peleábamos como antílopes en celo a cornada limpia, nos quemábamos con los cigarros, nos echábamos de casa a hostias y portazos de finca que tiembla. A él, se le hinchaba una vena que tenía cerca de la oreja izquierda, tenía las orejas muy pequeñas en proporción a su nariz. No hubiera aprobado en guapura según Da Vinci, pero nos queríamos o eso nos gustaba decir. La historia es que él era psicólogo y tenía la teoría de que si compartíamos la custodia de un perrito o algo así pues se acabarían nuestros problemas porque sacaría lo mejor de nosotros mismos... yo no estaba preparada para dar ese paso, era demasiado joven, pero una de tantas veces que lo dejamos y nos reconciliamos, nos emborrachamos como cerdos y nos fuimos a pasear por la rambla botella de Ricard en mano… Con Ricard nos queríamos mejor. Caminamos torpes y felices entre los puestos de animales, haciéndoles carantoñas a las cobayas, golpeando urnas de serpientes… acabamos mal, acabamos en mi casa echando un polvo de conejos ebrios junto a una jaula de dos pisos con rueda, tobogán y una pareja de jerbos del desierto. Los jerbos son como hamsters pero con rabo largo, ojos negros y más agresivos. Creo que nuestra elección no fue casual.
Los jerbos crecían engordando, ya no me hacían ni puta gracia, olían a tumba y el constante menear de la rueda se me hacía insoportable, esto no va a llevar a ninguna parte, pensaba. Una noche, me despertó el chillido de la jerba. Algo muy jodido le estaba pasando, no cabía duda. Cuando encendí la luz, encontré a la jerba escalando la jaula desesperada agarrando con sus patitas los barrotes, me miraba fijamente mientras chillaba; ñiiiiiiiiiiiiiiiiii ñiiiiiiiiiiiiii como quien dice “ayúdame maldita sádica hija de la gran puta”. Intentaba escapar royendo los barrotes, las dos pequeñas bolitas negras lacrimosas y saltonas de su cara suplicaban  misericordia. Tenía su pequeño coño de jerba totalmente abierto y un fino chorro de sangre le goteaba hasta el suelo. El jerbo esperaba abajo ansioso casi contento y la violaba cada vez que caía al suelo de colfas de pipas y serrín. Alberto no estaba esa noche. Alberto el psicólogo.
Apagué la luz y cerré la puerta. Seguía escuchando al bicho chillar, pero no hice nada hasta el día siguiente, pensé que eran cosas de la ley de la naturaleza del cautiverio. Por la mañana, compré una jaula más pequeña para encerrar al jerbo sodomita. Volví a discutir con mi novio el psicólogo porque él se negaba a llevárselos a su casa, pero nos volvimos a reconciliar, esta vez no follamos, no me apetecía.
La jerba se quedó preñada y tuvimos siete pequeños jerbos, fuimos abuelos de siete roedores fruto de un acoso sexual… mi novio el psicólogo decía que dada la violenta naturaleza de los vástagos, sufrirían futuros problemas afectivos. El jerbo, en la soledad de su pequeña jaula se inquietaba al oír a sus crías jugar, parecía triste privado de sus retoños. Así que un día, decidí presentarle a sus hijos, reuní a la familia al completo en la jaula grande, la del tobogán de colores, los dejé solos unos cuantos minutos… lo que dura un polvo de reconciliación y cuando volví el jerbo cabrón, ese maldito bicho, había devorado a todos los pequeños, la jaula parecía una fiesta de caníbales en navidad; decenas de pequeñas extremidades se adivinaban entre sangre, serrín, garritas, pelusa, trozos de lechuga, cabecitas, tobogán, piel, rabos... y en medio de aquella ensalada, de pie, a dos patas, la solemne presencia de pelo blanco ensangrentado;  La jerba sentenciándome con sus ojos de jerba colérica de por vida. Nunca nadie me ha hecho sentir tan culpable con una simple mirada.
Obligué a mi novio el psicólogo a limpiar la jaula, volvimos a discutir; él quería partirles el cuello y acabar con aquella historia de jerbos, canibalismo y pipas sin sal, yo me sentía incapaz de hacerles más daño. Por otro lado, tenía miedo de soltarlos en el monte, Barcelona está llena de loros verdes tropicales… seguramente por una historia similar… ¿y si los jerbos del desierto acababan por extinguir la raza autóctona de los ratones de campo? Así que volvimos a la rambla con las dos jaulas y devolvimos los desgraciados bichos al colombiano del puesto de animales. Al poco tiempo, mi novio el psicólogo y yo conseguimos dejarlo definitivamente, no sin antes intentarlo con un cachorro… Ahora él vive con un perro y yo sigo soñando con los ojos de la jerba.

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